Él me enseñó a andar en bicicleta sin rueditas y a jugar al ajedrez. Me hizo hincha de River. Pero también fue uno de los protagonistas del Operativo Cóndor. A 53 años del hecho así reconstruyo su historia.
Escribe María Agustina Banchiero (cosecharoja.org)
Casi todos
los sábados mi abuelo desayunaba en la cafetería Piruchitas de Munro. Una vez
le pregunté a qué iba.
––Me junto
con los Cóndores–– dijo.
Agarró su
campera de cuero negra, me dió un beso en la cabeza y se fue. Yo tenía 10 años
y entendí la respuesta porque mi mamá ya me había contado. Mi abuelo había sido
parte del Operativo Cóndor.
Su nombre
era Pedro “Tito” Bernardini y fue uno los dieciocho jóvenes que en 1966
desviaron un avión que iba a Río Gallegos y desembarcaron en Malvinas para
reclamar su soberanía. En su escritorio tenía cuadros con recortes de diarios
que titulaban “Cóndores en libertad” y algunas fotos en blanco y negro: él con
un compañero izando una bandera argentina, con sus compañeros posando como un
equipo de fútbol o desayunando en la cárcel.
Para subir
al avión, mi abuelo y sus compañeros simularon ser pasajeros. Todos tenían
entre 18 y 30 años. Cuando estaban llegando al sur argentino entraron a la
cabina y obligaron a los pilotos a tomar otra ruta hasta las Islas Malvinas.
Uno de esos pilotos era parte del grupo y sabía lo que estaba por pasar. Meses
antes había practicado aterrizajes de emergencia en la provincia de Chaco.
Entre los 43
pasajeros estaba el periodista y director del diario Crónica, Héctor Ricardo
García. Dardo Cabo, el jefe del operativo, lo había invitado a tomar el vuelo
que saldría de Ezeiza a las 00:34 del 28 de septiembre de 1966. García aceptó
sin recibir muchas explicaciones más que la promesa de una primicia. Tenía dos
teorías: que se reunirían con el Che Guevara en alguna ubicación secreta o que
sabían donde estaba el cadáver de Eva Perón secuestrado en 1955.
En Malvinas
el avión aterrizó en una pista rudimentaria cerca de Puerto Stanley. Los
cóndores lo bautizaron como Puerto Rivero en honor al gaucho que resistió la
invasión británica en 1833. Una vez allí desplegaron siete banderas argentinas
y comunicaron: “El Operativo Cóndor pone sus pies en las Islas Malvinas para
plantar el pabellón nacional en territorio argentino comprometiéndose a
defender la enseña azul y blanca hasta sus últimas consecuencias”.
Ese día cantaron el himno en las islas por primera vez en 127 años. La ocupación simbólica duró 36 horas, hasta que el ejército inglés los detuvo.
Los cóndores
depusieron las armas -nadie disparó un solo tiro- y el ejército argentino los
trasladó a Tierra del Fuego. Los acusaron de privación ilegítima de la
libertad, piratería y tenencia de armas.
Mi abuelo
declaró lo mismo que todos:
—Fui a
Malvinas a reclamar la soberanía —dijo.
El único que
dijo algo distinto fue Fernando Lisardo. Además del libreto acordado,
agregó:
—Y lo
volvería a hacer.
Mi abuela se
había enterado del operativo cuando ya estaba hecho.
—Me voy a
Rosario —le había dicho mi abuelo antes de irse al aeropuerto.
El 29 de
septiembre salió de la casa para ir a trabajar y un enjambre de periodistas la
estaba esperando en la puerta. Ellos le contaron lo que había pasado. Un tiempo
después aceptó dar entrevistas. Dijo lo mismo que me repitió toda la vida:
—Sufrí mucho
pero estoy orgullosa, muy orgullosa.
Después de
nueve meses preso, mi abuelo volvió a Buenos Aires. Mi mamá me contó que
viajaron en un avión del ejército que usaban los paracaidistas. No tenía puerta
ni asientos: Iban todos agarrados de un fierro en el techo para no caerse. La
libertad les costaría caro. En su casa de Munro lo esperaba mi abuela, mi mamá
de un año y medio y mi tía de tres años.
A partir del
Operativo Cóndor las veces -que fueron muchas- que mi abuelo fue secuestrado
durante la dictadura militar o llevado preso por su militancia en la FAP los
años previos al 76, los militares le mostraban cierto respeto y con un guiño
reconocían el Operativo. Incluso cuando estuvo secuestrado durante dos años en
la ESMA, mientras lo torturaban, le preguntaban cómo había sido cagarles por
unos días las Malvinas a los ingleses.
***
La última
vez que vi a los compañeros del Operativo fue en el funeral de mi abuelo. Mi
abuela se encargó de llamarlos uno por uno. Fueron los que quedaban
vivos, los que habían sobrevivido a la dictadura y los que no se habían alejado
por diferencias políticas.
Cuando mi
abuelo murió yo tenía doce años. Para contar esta historia necesitaba una voz
que llene los huecos del relato. Fui a visitar a Norberto Karasiewicz, uno de
sus compañeros. Cuando fue a Malvinas tenía 20, era uno de los más jóvenes. Hoy
tiene 74 años y no se pierde ninguno de los actos que se hacen en honor a los
cóndores. Estar con él fue como tener una parte de mi abuelo por unos minutos
más.
Me contó
anécdotas como la vez que estaban en la cárcel de Ushuaia y mi abuelo se fue a
las manos con Alejandro Giovenco y terminó tirado en el piso. El salió en su
rescate, le sacó los anteojos a Giovenco y los pisó. Hasta que volvieron a
Buenos Aires, Giovenco -que luego se convirtió en un militante de la derecha
peronista- estuvo sin ver.
El entrenamiento para el operativo duró varios meses. Unos días antes hicieron una última reunión en un campo de la UTA para concentrarse. Dardo Cabo dio la orden de que nadie podía salir del predio. Tuvo que hacer la excepción con Norberto. Su hija – a la que llamó Malvina- acababa de nacer. Mi abuelo lo acompañó a la clínica a conocerla. Estuvieron veinte minutos y volvieron al “retiro espiritual” como ellos lo llamaban. La noticia del nacimiento de Malvinita salió en los diarios:
***
En noviembre
de 2006 se cumplieron 40 años del operativo. El Senado de la Provincia de
Buenos Aires homenajeó a los cóndores. Entregaron medallas y diplomas a los
integrantes y las familias de los que ya no estaban. Mi abuelo subió al
escenario junto con mi abuela. Era la primera vez que un gobierno democrático
los reconocía. Él se quedó mudo. Mi abuela tuvo que tomar el micrófono y
terminar su discurso.
Tres años más tarde, en agosto de 2012, María Cristina Verrier se reunió en la quinta presidencial de Olivos con la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner para entregarle las siete banderas que flamearon durante 36 horas en las islas. Junto con las banderas le di una carta pidiendo que la “releve de su custodia”.
Hoy María Cristina tiene 80 años. Siempre tuve la ilusión de
conocerla, pero hace tiempo decidió despegarse de esa historia. El traspaso de
las banderas fue su última aparición pública.
En 2013, la
ex presidenta Cristina Fernández nos invitó a un homenaje en el Salón de los
Pasos Perdidos en el Congreso: una de las siete banderas ocuparía un lugar ahí.
Esa vez fuimos mi mamá, mi abuela y yo. Mi abuelo había fallecido hacía seis años.
“No hay futuro si no conocés la historia”, dijo la ex presidenta durante el
acto.
Mi abuelo me
enseñó a andar en bicicleta sin rueditas, me hizo hincha de River, me enseñó a
jugar al ajedrez y me llevaba a torneos que me aburrían bastante. Mi abuelo es
el que cuando vendí cuadros en una feria artesanal en el colegio y nadie me
compraba me los compró todos. Sabía hacer el mejor estofado del mundo y me
dejaba comer con él en su escritorio, rodeados de esos recuerdos que ahora
intento reconstruir.