BABASÓNICOS Y LOS 20 AÑOS DE JESSICO, EL DISCO QUE CREÓ UN NUEVO POP ARGENTINO

2001. Si sos adolescente en un país prendiéndose fuego, comprás un CD y al darle play lo primero que escuchás es la intro de “Los calientes”, ¿qué onda? Ese loop de batería cortito pero seguro, esa textura de sintetizadores envolviéndote poco a poco, guitarras contorsionándose por tus oídos y unos coros épicos que te transportan lentamente hasta llegar al estribillo más hedonista del rock nacional: “Cómanse a besos esta noche/ Total nadie lo va a notar”.

¿Qué onda? ¿Qué te pasa en el cuerpo? ¿Cómo hacés para quitártelo de la cabeza ese estribillo? Placer del ritmo, de la seducción a flor de piel, cargada de vuelo creativo y emocional como respuesta al fin de la historia, o al comienzo de una nueva. 2001, dolor de la incertidumbre y el conflicto en el que ese placer emerge: el dolor que implica la crisis política y económica más fuerte de la que se tenga memoria en nuestro país.

Bailable, alegre aunque nada inocente, ácido, sensual, Jessico abre una nueva tradición, renovadora, fundacional en la canción pop argentina de manera inteligente, contundente y espectacular. La banda, entonces formada por Adrián Dárgelos, Gabo Manelli, Diego “Uma” Rodriguez, Diego “Uma-T” Tuñón, Diego “Panza” Castellano y Mariano Roger, estaba llamada a dar un salto consagratorio. ¿Cómo fue que lo hicieron? ¿Qué fue lo que paso con Babasónicos en ese momento? Quizás sería inexacto empezar en el 2001: vayamos un cachito antes, a fines de la década de los noventa.

En 1999, Babasónicos no era precisamente una banda pop, aunque claramente aspiraba a serlo. El grupo dejó de tener el apoyo de su compañía discográfica, con su manager Cosme Palumbo y el miembro-amigo DJ Peggyn dando un paso al costado. Sin lugar para grabar ni forma de publicar sus canciones, se vieron inmersos en lo que sería su primera experiencia como banda independiente, montando su propio estudio y su propio sello. No por casualidad, un cambio que los introdujo paulatinamente al punto más alto de su popularidad. Con saliva y con paciencia. “Es medio inexplicable lo que pasó con Jessico: nos bajaron algunas canciones con una actitud nueva, después de salir de ese año y medio en el que estuvimos para atrás”, señala Mariano en las conversaciones de la banda con el periodista Roque Casciero publicadas bajo el título Arrogante Rock.

Miami es la obra con la cual terminaron su contrato con la multinacional Sony. No era un disco más: claramente estaba pensado para ser, muy a su manera, el disco pop que los consagraría. En contraste con el barroco bizarro y hermético de sus trabajos previos, hay una propuesta variada, lúdica, con destellos de sensualidad y con cierto afán de modernidad. Aunque desorganizado, con demasiada ironía y sobrecarga informativa (orquestaciones elaboradas conviviendo con samples, rancheras, pasajes instrumentales y baladas) para que el gran público pudiera digerirlo de acuerdo a las expectativas de la banda.

No falta, sin embargo, apertura, gancho melódico, pulcritud y búsqueda de un sonido tanto definido como definitivo. “Miami habla de la mierda que fue el menemismo antes de que el menemismo cayera”, señalaba Adrián en una entrevista a Rolling Stone por esos años. Sin explicitaciones políticas, Jessico funciona en su contexto más por contraste, como respuesta a una necesidad tanto de la banda como de la sociedad. En otras palabras, Miami es el primer ensayo de sensibilidad a un contexto social que será crucial en el timing que hizo del lanzamiento de Jessico, un disco de ruptura.

Los dieciocho temas de Miami anunciaban lo confirmado por Jessico: que durante años de experimentación, Babasónicos había conquistado las herramientas para hacer un pop duradero, irresistible, de alto vuelo. Así como Clics modernos fue un disco renovador del pop argentino porque mantenía latente en sus canciones todos los períodos musicales de Charly García previos mediante un proceso de síntesis sustractiva, algo similar ocurre con Jessico. El afán de sentar precedente en la búsqueda de un sonido moderno, de generar una tendencia, es otra gran similitud entre ambos clásicos del pop nacional.


 Foto: Martín Bonetto

¿Cómo fue que lo hicieron? “Estábamos abarrocados y nos dimos cuenta de que era un exceso de peso, mucho artilugio y poca esencia. Con Jessico logramos más esencia que artilugio, pero a esa altura ya sabíamos porque habíamos experimentado”, confirma Panza Castellano en el libro de Casciero. El baterista fue uno de los grandes responsables para refinar, mediante la síntesis rítmica, el concepto central en torno al cual la banda construyó su propuesta estética durante esos años: el swing. Poner el ritmo como eje fue un consenso creativo en la banda, y fundamentalmente lo hicieron con un bagaje de experimentación previo que lo enriqueció de manera determinante. Pero no fue solo esto.

Desde Superficies de placer de Virus, el goce nunca se había puesto tan en primer plano en la lírica argentina. La poética de Dárgelos, abocada a la seducción, a los personajes hedonistas y a la sugerencia corporal, tiene un claro precedente en las letras de la banda platense. Ya desde las tapas, el diálogo entre ambos álbumes es claro (el culo pop-art obra de Daniel Melgarejo y el sugestivo cactus de Alejandro Ros). Pero quizás lo que más emparenta a Jessico con el último disco que contó con la voz y el magnetismo de Federico Moura sea el resultado de una obra maestra como fruto de un contexto violento y hostil.

La posibilidad de poder contar con un estudio propio para ensayar y grabar, armado por la banda en la casa de Adrián y su hermano Diego Uma en Tortuguitas en el momento previo a embarcarse en el disco, fue clave para que el grupo, mucho más propenso al trabajo de experimentación en estudio que al vivo, pudiera anular el hueco que había entre esas instancias por medios propios. Paradójicamente, la salida de Peggyn también fue otro de los factores que ayudó a lograrlo.

Así, aunque la conquista de la masividad todavía estaba pendiente, el período entre 1999 y 2001 es clave para entender la articulación de lo que algunos postulan como los dos períodos de la banda: uno previo a la popularidad propiamente dicha y otro en el que se afianzaron como una especie de proyecto cultural pop en constante desarrollo, que en los hechos refinaba una fórmula primitiva, al menos hasta Discutible (2018) y la cual les es propia como marca registrada. De más está decir que eso amplifica de manera distintiva el gesto rupturista que implicó la síntesis pop de Jessico, como el disco que prácticamente separa esos dos períodos.

Lo que genera un nexo natural y de continuidad entre ambas etapas creativas no es solo una búsqueda musical, de la cual su disco de 2001 es una síntesis triunfal. Es también la capacidad de la banda de leer el contexto en el cual está creando y utilizarlo a su favor. Esa fue la causa más destacable de por qué la banda pudo, luego de tantos de años de prueba y error, conquistar su lugar en el imaginario colectivo del pop. En una entrevista en tiempos de Babasónica (1997)su disco más encriptado, el bajista Gabo Manelli ya lo veía venir: “Es obvio que vender no implica que el disco sea mejor o peor, eso no cambia nada. ¿Cómo haríamos nosotros para que venda? Ya que no sabemos cómo es el sistema, no nos preocupa. Cuando conozcamos la fórmula la vamos a romper toda”. No es de extrañar que la banda fuera plenamente consciente de esto, ya que la trascendencia de Jessico como emblema musical y cultural de una generación no opaca en ningún aspecto la calidad artística de trabajos anteriores (ni posteriores).

“No es que intentamos salir con algo tipo 'Livin' la vida loca' para hacer dinero. ¡Porque yo hice por dinero desde el primero hasta el último disco! Siempre creí que iba a reventar todo: con Pasto, con Dopádromo. Es la verdad. Pero bueno, fracasamos. Y ahora me pongo contento solo con poder componer algo y seguir grabando”, contaba entre risas Diego Tuñón a Rolling Stone en 2002, cuando fueron elegidos como banda del año. La decisión de que “El loco” fuera su primer corte de difusión es un claro ejemplo de esto. Fiel a lo que podría llamarse el concepto del disco que ilustra la letra de “Camarín”: “Tan freak y tan popular/ Quiero ser”. Probablemente la canción que mejor refleja este espíritu, introduciendo el sonido del koto en todas las radios argentinas. Una balada de desamparo metafísico y lisérgico en la que Adrián narra como su dios lo traiciona, fue elegida mejor canción y video por la mayoría de las encuestas, posicionándolos tanto a nivel del público como de la crítica.

Tiempo convulso de una sociedad pagando los platos rotos de la fiesta de unos pocos. Ebullición popular latente y catarsis que una banda supo transmutar en una colección de canciones única. En el momento justo e indicado. En su condición de ser obras de arte, los grandes discos suelen distinguirse por ser o bien la fotografía de una época, o bien el retrato de una que todavía no llegó. En raros casos, como en este, se superponen ambas imágenes.

2021. Si sos adolescente en un país prendiéndose fuego, encontrás un disco en Spotify y al darle play lo primero que escuchás es la intro de “Los calientes”, ¿qué onda? ¿Algún tutorial para quitarte de la cabeza ese estribillo? Veinte años después, si seguimos hablando de Jessico no es porque haya habido una generación marcada por haber presenciado la consagración de Babasónicos como la gran banda del pop argentino. Es más bien porque siguió y sigue marcando ineludiblemente nuevos referentes que constantemente son conquistados por su ritmo seductor, imbatible. Y en ese proceso, como toda buena obra de arte, y a diferencia de las generaciones que crecen, envejecen y finalmente recambian, su juventud hoy está intacta. Con tan solo veinte años, Jessico sigue siendo un pendejo.

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