Nosotros venimos del útero común de donde vinieron todas las cosas, de la Energía de Fondo, de aquel océano sin orillas, del big bang, del bosón de Higgs que originó el topquark, el ladrillo material más primordial del edificio cósmico, pasando por todas las fases de la evolución hasta llegar al computador actual y la inteligencia artificial.
Por Leonardo Boff
Y somos hijos e hijas de la Tierra, o mejor, somos la Tierra que anda y danza, que tiembla de emoción y piensa, que quiere y ama, que se extasía y adora al Ser que hace ser a todos los seres.
Todas estas cosas estuvieron primero en el
Universo, se condensaron en nuestra galaxia, adquirieron forma en nuestro
sistema solar e irrumpieron concretas en nuestra Tierra, gran madre, generadora
de vida.
El principio cosmogénico, es decir, aquellas
energías directoras que conducen llenas de propósito todo el proceso evolutivo,
obedecen a la dinámica siguiente, tan bien estudiada por Ilya Prigogine y Edgar
Morin: orden, desorden, relación, nuevo orden, nuevo desorden, nuevamente
relación, y así siempre de nuevo.
Mediante esa lógica se crean siempre más
complejidades y diferenciaciones; en la misma proporción se van creando interioridad
y subjetividad en todos los seres hasta alcanzar su expresión lúcida y
consciente en la mente humana. Sólo puede estar en nosotros lo que estaba antes
en el universo, aun en gestación.
Simultáneamente y también en la misma
proporción se va gestando el tejido de relaciones, de intercambios y de
interdependencias de todos con todos (tesis básica de la física cuántica de
Bohr/Heisenberg) que funciona como un ritornello en las encíclicas del Papa
Francisco Laudato Si’ (2015) y Fratelli tutti (2020). Todo está relacionado con
todo, en todos los momentos, y en todas las situaciones.
Diferenciación/interioridad/relación es la trinidad cósmica que preside el
funcionamiento del Universo. Lo normal del Universo no es la permanencia sino
el cambio.
Como fruto del tejido de relaciones,
reciprocidades y simbiosis existentes en todo, en la Tierra y en nosotros
mismos, emerge un nuevo orden que, a su vez, va a seguir la misma trayectoria
de desorden, relación y nuevo orden. Mientras estemos vivos estamos siempre en
una situación de no-equilibrio en búsqueda continua de adaptaciones que generen
un nuevo equilibrio. Cuanto más nos acerquemos al equilibrio total, más
próximos estamos de la muerte. La muerte es la fijación del equilibrio y el fin
del proceso cosmogénico. O su paso hacia otro tipo de nivel, que demanda un
nuevo tipo de reflexión.
¿Cómo se manifiesta esta estructura
concretamente en nuestra vida? Primeramente, en lo cotidiano y en lo prosaico.
Cada cual los vive a su manera, que comienza con el aseo personal, cómo se
viste, cómo toma su café, cómo echa una ojeada al periódico o escucha las
primeras noticias por la tv o por la radio, cómo busca su felicidad y cómo se
enfrenta a la tarea de la vida mediante el trabajo.
Lo cotidiano es rutinario, gris y con escasas
novedades. La mayor parte de la humanidad vive restringida a lo cotidiano, con
el anonimato que implica. Algunos son conocidos por primera vez cuando mueren,
pues el anuncio puede aparecer en el periódico, si aparece. Es la trayectoria
normal de las personas.
Pero los seres humanos también están
habitados por la imaginación, llamada por algunos “la loca de la casa”. Ella
rompe las barreras de lo cotidiano, permite lo poético y da saltos. La
imaginación es por esencia inventiva; es el reino de las probabilidades y
posibilidades, de por sí infinitas. Imaginamos nueva vida, nueva casa, nuevo
trabajo, nuevos placeres, nuevas relaciones, nuevo amor.
Es de la sabiduría de cada uno articular lo
cotidiano con lo imaginario y construir cierto equilibrio en la vida. Si
alguien se entrega sólo a lo imaginario, puede estar haciendo un viaje, volar
como un águila por las nubes olvidado de la Tierra y, en el límite, puede
acabar en una clínica psiquiátrica.
Puede también sepultarse en la rutina de lo
cotidiano y de lo prosaico, quedando como una gallina, ciscando o con vuelo
rastrero. Entonces se muestra pesado, poco interesante y aburrido.
Cuando alguien, sin embargo, sabe abrirse al
dinamismo de lo imaginario y a las oportunidades escondidas en lo cotidiano,
vivificándolo con un toque de lo imaginario, su vida se hace una construcción
continua y se vuelve una jornada interesante. El efecto pronto se hace notar:
empieza sin darse cuenta a irradiar una rara energía interior. De él sale una
fuerza misteriosa que se comunica a los otros.
A esta fuerza la llamamos «carisma». Ella es
la energía cósmica que vitaliza y rejuvenece todo, la fuerza que hace atraer a
las personas y fascinar a los espíritus.
¿Quiénes son carismáticos? Todos. A nadie le
es negada la fuerza cosmogénica que mueve, en palabras de Dante, el cielo y
todas las estrellas. Por eso la vida de cada uno está llamada a brillar y no a
permanecer apagada. Cada cual es desafiado a despertar el carisma escondido en
él o en ella.
Pero hay carismáticos y carismáticos. Hay
alguno en los cuales esta fuerza de irradiación implosiona y explosiona. Es
como una luz en la noche oscura. Puede ser débil pero basta para mostrar el
camino.
Se puede hacer desfilar a todos los obispos y
cardenales ante los fieles reunidos en un salón, puede haber figuras notables
en varios campos de la vida, la mirada de todos se fija en Dom Hélder Câmara.
Porque él es carismático. La figura es minúscula. Parece el siervo sufriente
sin belleza ni ornamento, pero de él sale una fuerza de ternura unida al vigor
que se impone a todos.
Muchos pueden hablar y hay buenos oradores
que atraen la atención. Pero dejen hablar a dom Hélder. Su voz empieza bajito,
pero de repente es tomado por una fuerza mayor que él. Hay tanta energía y
tanto convencimiento que las personas quedan boquiabiertas. Él, pequeño, frágil
y débil, parece un gigante.
Algo parecido pasa con Lula. Déjenlo subir al
estrado delante de las multitudes. Empieza hablando bajo, asume un tono
narrativo, va buscando la mejor vía para la comunicación. Y lentamente adquiere
fuerza, las conexiones sorprendentes irrumpen, la argumentación adquiere su
ensamblaje seguro, el volumen de su voz sube, sus ojos se incendian, los gestos
ondulan su discurso, en un momento todo su cuerpo es comunicación y comunión
con la multitud, que de barullenta pasa a silenciosa y en un momento culminante
irrumpe en gritos y aplausos de aprobación.
Es el carisma haciendo su adviento en el
político Luiz Inácio Lula da Silva, el emigrante nordestino, el líder sindical,
el fundador del Partido de los Trabajadores, el presidente que insertó a
millones de personas en la sociedad e hizo que muchos que estuvieron siempre
excluidos desde hace 500 años, sintiesen el gusto de ser considerados gente.
Las oligarquías jamás admitieron, ni ayer ni hoy, que alguien del piso de abajo
subiera al piso de arriba. Hicieron de todo, hasta, con razones ridículas,
meterlo en la cárcel durante más de 500 días. El carisma le dio fuerzas para
soportar todo y salir más fuerte de lo que entró. No se apaga una estrella que
surgió un día.
No sin razón, Max Weber, el gran estudioso
del carisma, lo llamó estado naciente. El carisma está siempre en estado de
nacimiento y suscita energía en las personas que lo rodean. La función del
carismático es la de ser partero del carisma presente en las personas. Su
misión no es dominarlas con su brillo, ni seducirlas para que lo sigan
ciegamente, sino despertarlas del letargo de lo cotidiano y descubrir la fuerza
creadora de la fantasía. Y, despiertas, percibir que lo cotidiano en su
trivialidad guarda secretos, novedades, energías ocultas que siempre pueden
despertar y conferir un renovado sentido y brillo a la vida, a nuestro corto
paso por este planeta.
Somos todo eso: seres complejos y
contradictorios, históricos y utópicos, prosaicos y poéticos, en fin, una
expresión de la Energía Creadora (Bergson) que en nosotros se hace consciente,
hasta el punto de identificar a Aquel Ser que subyace a todas las cosas y que
sustenta al universo entero y a nosotros mismos.