Por Leonardo Boff -
EL PRINCIPIO DE AUTODESTRUCCIÓN Y EL COMBATE CONTRA LA COVID-19
Desde que se lanzaron dos bombas atómicas primarias en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, la humanidad ha creado para sí una pesadilla de la que no ha podido liberarse.
Por
el contrario, se ha transformado en una realidad que amenaza la vida sobre este
planeta y la destrucción de gran parte del sistema-vida. Se han creado armas
nucleares mucho más destructivas, químicas y biológicas que pueden acabar con
nuestra civilización y afectan profundamente a la Tierra viva.
Aún
peor, hemos diseñado la inteligencia artificial autónoma. Con su algoritmo, que
combina miles de millones de informaciones recogidas en todos los países, puede
tomar decisiones sin que nosotros lo sepamos. Eventualmente, puede, en una
combinación enloquecida, penetrar en los arsenales de armas nucleares o en otros
de igual o mayor poder letal y lanzar una guerra total de destrucción de todo
lo que existe, incluso de sí misma. Es el principio de autodestrucción. Es
decir, está en manos del ser humano poner fin a la vida visible que conocemos
(ella es sólo el 5%, el 95% son vidas microscópicas invisibles).
Debemos
enseñorearnos de la muerte. Ella puede ocurrir en cualquier momento. Se ha
creado ya una expresión para nombrar esta fase nueva de la historia humana, una
verdadera era geológica: el «antropoceno», es decir, el ser humano como la gran
amenaza al sistema-vida y al sistema-Tierra. El ser humano es el gran satán de
la Tierra, que puede diezmar, como un anticristo, a sí mismo y a los otros, a
sus semejantes, y liquidar los fundamentos que sostienen la vida.
La intensidad
del proceso letal es tan grande que ya se habla de la era del «necroceno», es
decir, la era de la producción en masa de la muerte. Ya estamos dentro de la
sexta extinción masiva. Ahora se ha acelerado irrevocablemente, dada la
voluntad de dominación de la naturaleza y de sus mecanismos de agresión directa
a la vida y a Gaia, la Tierra viva, en función de un crecimiento ilimitado, de
una acumulación absurda de bienes materiales hasta el punto de crear la
sobrecarga de la Tierra.
En
otras palabras, hemos llegado a un punto en el que la Tierra no consigue
reponer los bienes y servicios naturales que le fueron extraídos y comienza a
mostrar un proceso avanzado de degeneración a través de tsunamis, tifones,
descongelación delos casquetes polares y del permafrost, sequías prolongadas,
tormentas de nieve aterradoras y la aparición de bacterias y virus difíciles de
controlar. Algunos de ellos como el coronavirus actual pueden llevar a la
muerte a millones de personas.
Tales
eventos son reacciones y puede que sean represalias de la Tierra ante la guerra
que realizamos contra ella en todos los frentes. Esa muerte en masa ocurre en
la naturaleza, millares de especies vivas desaparecen definitivamente cada año,
y en las sociedades humanas, donde millones pasan hambre sed y toda suerte de
enfermedades mortales.
Crece
cada vez más la percepción general de que la situación de la humanidad no es
sostenible. De continuar con esta lógica perversa se va a construir un camino
que lleva a nuestra propia sepultura. Demos un ejemplo: en Brasil vivimos bajo
la dictadura de la economía ultra neoliberal, con una política de extrema
derecha, violenta y cruel para las grandes mayorías pobres.
Perplejos,
hemos visto las maldades que se han hecho, anulando los derechos de los trabajadores
e internacionalizando riquezas nacionales que sostienen nuestra soberanía como
pueblo.
Los
que en 2016 dieron en Brasil un golpe contra la presidenta Dilma Rousseff
aceptaron la recolonización del país, convertido ahora en vasallo del poder
dominante, Estados Unidos, condenado a ser sólo un exportador de commodities y
un aliado menor y subordinado del proyecto imperial.
Lo
que se está haciendo en Europa contra los refugiados, rechazando su presencia
en Italia e Inglaterra y peor aún en Hungría y en la muy católica Polonia,
alcanza niveles de inhumanidad de gran crueldad. Las medidas del presidente de
Estados Unidos, Trump, arrancando a los hijos de sus padres inmigrantes y
colocándolos en jaulas, denotan barbarie y ausencia de todo sentido humanitario.
Ya
se ha dicho: “ningún ser humano es una isla... no preguntes por quién doblan
las campanas. Doblan por ti, por mí, por toda la humanidad“. Si grandes son las
tinieblas que abaten nuestros espíritus, aún mayores son nuestras ansias de
luz. No dejemos que la demencia antes mencionada tenga la última palabra.
La
palabra mayor y última que grita en nosotros y nos une a toda la humanidad es
de solidaridad y compasión por las víctimas, es por paz y sensatez en las
relaciones entre los pueblos. Las tragedias nos dan la dimensión de la
inhumanidad de la que somos capaces, pero también dejan surgir lo
verdaderamente humano que habita en nosotros, más allá de las diferencias de
etnia, ideología y religión. Lo humano en nosotros hace que nos cuidemos
juntos, nos solidaricemos juntos, lloremos juntos, nos enjuguemos las lágrimas
juntos, recemos juntos, busquemos juntos la justicia social mundial,
construyamos juntos la paz y renunciemos juntos a la venganza y a todo tipo de
violencia y guerra.
La
sabiduría de los pueblos y la voz de nuestros corazones lo confirman: no es un
estado convertido en terrorista, como Estados Unidos bajo el presidente
estadounidense Bush, el que vencerá el terrorismo. Ni el odio a los inmigrantes
latinos, difundido por Trump, el que traerá la paz. El diálogo incansable, la
negociación abierta y el trato justo eliminan las bases de cualquier terrorismo
y fundan la paz. Las tragedias que nos golpearon en lo más hondo de nuestros
corazones, particularmente la pandemia viral que ha afectado a todo el planeta,
nos invita a repensar los fundamentos de la convivencia humana en la nueva fase
planetaria, y cómo cuidar la Casa Común, la Tierra, como pide el Papa Francisco
en su encíclica sobre ecología integral “sobre el cuidado de la Casa Común” (2015).
El
tiempo apremia. Y esta vez no hay un plan B que pueda salvarnos. Tenemos que
salvarnos todos, pues formamos una comunidad de destino Tierra-Humanidad. Para
eso necesitamos abolir la palabra «enemigo». El miedo crea al enemigo.
Exorcizamos miedo cuando hacemos del distante un próximo y del próximo, un
hermano y una hermana. Alejamos el miedo y al enemigo cuando comenzamos a
dialogar, a conocernos, a aceptarnos, a respetarnos, a amarnos, en una palabra,
a cuidarnos.
Cuidar
nuestras formas de convivir en paz, solidaridad y justicia; cuidar nuestro
medio ambiente para que sea un ambiente completo, sin destruir los hábitats de
los virus que provienen de animales o de los arborovirus que se sitúan en los
bosques, un ambiente en el que sea posible el reconocimiento del valor
intrínseco de cada ser; cuidar de nuestra querida y generosa Madre Tierra.
Si
nos cuidamos como hermanos y hermanas, las causas del miedo desaparecen. Nadie
necesita amenazar a nadie. Podemos caminar de noche por nuestras calles sin
miedo a ser asaltados y robados. Este cuidado solo será efectivo si viene
acompañado de la justicia necesaria para satisfacer las necesidades de los más
vulnerables, si el Estado está presente con medidas sanitarias (lo importante
que fue el SUS frente a la Covid-19), con escuelas, con seguridad y con
espacios de convivencia, cultura y ocio.
Sólo
así disfrutaremos de una paz posible de ser alcanzada cuando hay un mínimo de
buena voluntad general y un sentido de solidaridad y benevolencia en las
relaciones humanas. Ese es el deseo inquebrantable de la mayoría de los
humanos. Esta es la lección que la intrusión de la Covid-19 en nosotros nos
está dando y que tenemos que incorporar en nuestros hábitos en los tiempos
pos-coronavirus.